INSTANTÁNEAS DE UNA PANDEMIA. MIRAR EN UN RÉGIMEN DE CONFINAMIENTO


Universidad de Jaén, España
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina

Resumen

En este texto de ensayo y de manera reflexiva planteamos cómo es una nueva tecnología social que denominamos Régimen de confinamiento, y que se ha usado durante la actual pandemia. A través de un relato autoetnográfico y autoreferencial, planteado en forma de instantáneas en la vida de una mujer encerrada en una ciudad de la argentina actual. Así desgranamos la vida en lo doméstico, las ideas de género, de trabajo, de edad en lo cotidiano. Se revela la relación con los medios, en las redes sociales y con las nuevas formas de biopolítica. Este trabajo da cuenta de un momento en que todo queda en suspenso y da tiempo, consiguientemente, a ver en qué mundo vivimos, cómo es nuestra vida interior y su relación económico-política con el afuera. Un momento privilegiado para pensar y preguntarnos.

Snapshots of a pandemic. Look in a Regime of confinement

Abstract

In this essay text, we reflectively propose what a new social technology called a confinement regime is like, and that has been used during the current pandemic. Through an autoethnographic and self-referential story, presented in the form of snapshots in the life of a woman locked up in a city in Argentina today. Thus, we recall life in the domestic, ideas of gender, work, age in the everyday. The relationship with the media, on social networks and with new forms of biopolitic is revealed. This work accounts for a moment when everything is suspended and, consequently, gives time to see what the world we live in, what our inner life is like and its economic-political relationship with the outside. A privileged moment to think and ask ourselves.

Keywords

pandemic, Confinement regime, self-referential, Argentina, biopolitics, social technology, neo-colonization

La posibilidad de mirar

Este texto muestra la sinergia de varias proposiciones diferentes, en su forma y contenido, de los autores que firmamos el trabajo: nos preguntamos cómo ha funcionado la idea de encierro, cómo es esa tecnología social utilizada como metodología socio-sanitaria y de contención ante la pandemia de covid a nivel mundial, eso que en otro trabajo hemos denominado Régimen de confinamiento (Anta-Félez, 2020). Porque el covid ya no es sólo una enfermedad, es toda una metáfora de un mundo, un hecho mundial ocurrido en este 2020. Nos encontramos, consecuentemente con la aplicación de una tecnología social concreta, el encierro, que no sólo ha generado muchas dudas y problemas, sino que plantea, primero, en qué modelo social estamos; segundo, cómo son las enormes posibilidades de observar y tomarnos como un extraño, complejo e interesante laboratorio social; y tercero, cuál es la interpelación a un sinfín de posibilidades de interpretar lo ocurrido en el marco de experimentación de una nueva economía mundo y un recorrido político hacia otras nuevas verdades. Tratamos no sólo de contestar estas preguntas, sino incluso generar otras nuevas desde una mirada sobre lo cercano. Los actores sociales han vivido todo este encierro en un nivel de enorme paradoja y desconcierto, y obviamente de aquí han nacido nuevos interrogantes en torno a lo cotidiano y a la manera en cómo hemos ido afrontando los acontecimientos más próximos y aparentemente, más familiares.

Tenemos que constatar dos evidencias: primera, que la relación entre el relato de lo vivido en el encierro es radicalmente diferente al de las miradas de los gobiernos, agencias internacionales e instituciones políticas varias. Y segunda, que las diversas actuaciones prácticas y ordenaciones que han llevado a las gentes al encierro muestran un proceso social casualmente complejo, que ha tenido efectos muy sorpresivos, inquietantes y polisémicos. Estas dos premisas nos van a permitir entender mínimamente un contexto donde, por un lado, se habilita una serie de elementos que cumplen con la idea de que se controla a la población por medio de una tecnología de disciplinamiento, y por otro, que los mecanismos discursivos no pueden esconderse tras la pantalla de lo natural y su explicación científica. Y en el medio de este enorme entramado de discursos, tecnologías sociales y oportunidades políticas, económicas y culturales los medios de comunicación más clásicos (televisión, prensa y radio), así como los nuevos soportes de contenido, redes sociales y aplicaciones de comunicación, tratan en todo momento de situar, fijar y establecer un discurso que, por propio, niega o afirma, a partes iguales, el valor y sentido del encierro.

Para los dos científicos sociales que firmamos este trabajo, el covid ha sido una gran oportunidad de pensar en muchos elementos que estaban ahí (Segata, 2020), pero que por su naturaleza integracionista y normalizadora eran difíciles de ver, estudiar y pensar. El encierro por el covid, como en las comedias de situación norteamericanas, se basa en confinar a los personajes en espacios muy reducidos, generalmente en los salones de su casa, y hacer que todo ocurra ahí delante. Esto permite entender que el confinamiento no es sólo habitar un espacio por un tiempo, sino que lo que allí ocurre está limitado y cerrado, es autorreferencial y consiguientemente un espectáculo. El encierro es una oportunidad porque muestra, por poco tiempo, de manera exagerada y dramática, cómo es la vida del interior, cómo se vive en un espacio que no permite más toma de decisiones que lo que tenemos como esencial, es el cerramiento sobre el performance de vivir este capitalismo donde le damos a las palabras significados en forma de acción (Austin, 1982). En un espacio así definido, los cuerpos se vuelven dóciles en la medida en que ingresan a una lógica de transformación y perfeccionamiento que descansa en la sumisión, así, parafraseando a Michel Foucault, no es la primera vez, indudablemente, que el cuerpo constituye el objeto de intereses tan imperiosos y tan apremiantes. En toda sociedad, el cuerpo queda prendido en el interior de poderes muy ceñidos, que le imponen coacciones, interdicciones u obligaciones (Foucault, 2003, p. 83).

Pero, por otro lado, es una experiencia común, seguramente, el hecho compartido más rotundo y diferencial desde que hace tres décadas cayó el Muro de Berlín, y que de alguna manera propone la emergencia de una subjetividad que rompe las fronteras y los muros, para convertirse, en su propia naturaleza, en una Pangea. Todo lo que sirve como experiencia compartida, es a la vez, un cierre de categorías en torno a lo propio, a lo único y a la relación social cerrada y limitada. Suena extraño que una experiencia compartida a nivel mundo se base en el cierre de todo. Y ese es el primer sentido de un trabajo como este: la experiencia del encierro es la idea de que se ha hecho creando muros. Ahí descansa la paradoja. La experiencia es que vivimos en celdas aisladas y en cierta medida incomunicadas y que tienen sentido en la idea de que participamos de un espectáculo. De ahí surgen las instantáneas, imágenes rápidas, casi desenfocadas, ligeramente saturadas e irrepetibles, pero que dan cuenta del hecho.

Instantánea 1: pérdida del control

A mediados de marzo las incertidumbres eran generales: los primeros aviones que no llegaban a Argentina, la desesperación de la gente que quería repatriarse y no sabía qué destino tendrían las decisiones oficiales, la dificultad de presupuestarse en el exterior porque, como se sabe, el peso argentino vale casi 100 veces menos que el euro. Caos. De a poco fue restringiendo la libre circulación y las juntadas de amigos, en Argentina esto ocasionó grandes malestares porque somos amigueros, una forma de relación de juntarse con los demás para compartir lo que se tenga. En el colegio de mi hijo avisaron que el lunes 16 de marzo no habría clases por desinfección: en realidad lo que preocupaba era una abeja que picó a una niña y no el coronavirus; ese saneamiento fue una anticipación. Ese mismo día arrancó el aislamiento social preventivo y obligatorio: quédate en casa (Comisión de Ciencias Sociales de la Unidad Coronavirus COVID-19, 2020). Empezó una histeria virtual -que todavía no cesa- en donde todos y cada uno se pregunta qué hacer, cómo hacer, dónde hacer. Intuimos que nadie sabía nada, ni los sujetos ni las instituciones; lo que sí se avizoraba era un nuevo sistema de permisiones y prohibiciones sociales. Otra intuición: íbamos camino a una mutación tecnopsicótica (Berardi, 2020) sin solución de continuidad.

Instantánea 2: psicología remota

Los argentinos no podemos vivir sin terapia: es la manera sudaca que nos ayuda a existir como sudacas; si no conversamos con alguien sobre las coordenadas que adopta nuestra vida en estas latitudes, no podemos sobrevivir. Y eso nos hace mirar la colonización sociocultural que vivimos de manera más amigable. Cada 15 días chequeo que en mi home banking esté el dinero para transferir a mi psicóloga al terminar la consulta: pactos son pactos. Lo raro fue verla en la pantalla con su mismo aire colaborador de siempre; la virtualidad del encuentro hizo que profundizáramos en sus beneficios: estar quieto en casa, conversar mientras tomamos mate, y desenrollar aspectos temerosos del virus que hubieran sido, presencialmente, no comentados. Con los días me fui enterando de la existencia de redes de terapeutas organizados que ayudan solos, solas y soles a vivir en el encierro. No se nombra mucho la coerción de los cuerpos encerrados, ni tampoco de la debilitación paulatina de los lazos con la otredad. Nunca, hasta ahora, mencioné, que mi subjetividad está reprimida, coartada, encerrada. El frenesí por encontrarme con ella y hablar, solamente hablar, me basta. En este sentido, creo que me ubico justo en el ojo de la tormenta que me obliga a repensarme en este espacio de lo neutro (Barthes 2002) donde se pierde la posibilidad de la autorreferencialidad e incluso se advierte la retirada del vínculo social. En este sentido ¨el individuo deja de reconocerse a sí mismo y se rompe la reci­procidad con los demás, incluso con los seres más queridos. La ruptura puede venir, por ejemplo, de un acontecimiento social dramático. El individuo se ve entonces obligado a redefinirse¨. (Le Breton, 2016, p. 183).

Instantánea 3: educación a distancia

R, la chica que limpia en casa una vez por semana, es apenas alfabetizada y vivió - hasta que vino a la gran ciudad- en las remotas tierras calientes de Santiago del Estero, donde en verano hace más de 45° y la térmica asciende a 55°. Ella tiene un móvil pero no sabe usar la PC porque nunca pudo acceder al aparato, pero tiene un hijo, que es un potencial millennial y al que le mandan tareas para realizar por aula virtual; en su casa no hay ordenador, ni internet ni son alfabetizados en el mundo digital. Le propongo, para ayudarles, que el padre traiga al chico a casa, pero tienen miedo: a un amigo le quitaron el camión con el que trabajaba y lo metieron dos días preso. No tiene sentido moverse, la educación puede esperar: obviamente, no compensa pasarse unos días preso, pagar multa y encima, exponerse a una vía segura de infección como son las cárceles en Argentina. Porque en Argentina, las cárceles, son cárceles sudacas. La madre, frustrada, llora en el móvil y me dice “no entiendo nada”, no sé de internet ni de redes sociales ni puedo encontrar los mapas de Bolivia que le piden al nene; no sabe qué hacer y compra datos de a poco a la compañía telefónica que la estafa con sus fauces de multinacional. Además de la precariedad, no tienen “datos”, qué horror. Frente a esta situación pensé: esta pandemia es de clase, de edad, de raza. De alguna manera es económica, maximizar y minimizar, recursos y distribución. Con estas operaciones se motorizan otras vinculadas con la desolidificación de las relaciones interpersonales (Bauman, 2006): el jovencito y la madre quedan enredados en una trama en la que se privilegia la lógica de la absoluta fluidez de los vínculos humanos; sólo se busca conectar con el aparato educativo en la inmediatez y fugacidad que propone el dispositivo virtual.

En la universidad donde trabajo empezó el terrorismo institucional: en Argentina somos cómplices de estas prácticas; nunca supe trabajar en línea, pero ideé un buen plan de trabajo remoto para la asignatura que tengo a cargo; me lo dijeron mis colegas. Soy responsable de más de 300 personas: gente ilusionada, demandantes y demandados. Decoramos el aula virtual: tiene clases, fotos, chats, videos, podcast y un sinfín de recursos novedosos disponibles. Un fetiche estético. Paso miles de horas frente al ordenador y me agito nerviosa cuando mi familia me interrumpe. La nueva normalidad me obligó a definir dosis de bibliografía a les alumnes, proponerles tipologías para el planteo de actividades, e incluso marcarles los tiempos de ingreso y egreso del aula virtual. Se inició un ciclo de repetición de intercambios que descansa en la regularidad: otro patrón para abonar la docilidad de los cuerpos y sus movimientos (Foucault, 2003).

Pienso en los límites de mis prácticas pedagógicas. Me doy cuenta de que la educación es una mercancía: sigue circulando, como todo durante la pandemia a excepción de los sujetos; el sello capitalista de todo esto se funda en la permisión de que circulen los bienes que sea mientras no dejemos entrar ni salir a nadie de casa. En el medio de esta tarea que es “por la que me pagan” (porque soy un sujeto / objeto de la explotación capitalista en un reino sudaca) mi hijo de 5 años recibe cosas para resolver de su colegio. Además de generar tareas para otros, tengo que ayudarlo a él con los jueguitos mediocres que le mandan: dibuje el coronavirus, pronuncie en inglés covid-19, garabatee al médico que lo cuida, haga un collage del policía que lo controla, en fin. Por fuera de eso, él practica letras y le pregunto “¿qué querés aprender a escribir?”, me dice “coronavirus mamá”, y practica y practica la palabra contentísimo.

La tarea en línea del día cesa cuando un amigo sommelier me pregunta por Rayuela de Cortázar, “tírame algunas claves de lectura -me dice- porque no la entiendo”. Le comparto algún recuerdo medio lejano y pienso: qué buena dinámica la de este tipo que se pone a leer eso en este momento, claro: elige su propia aventura. “La imaginación es la energía renovable y desprejuiciada” (Berardi, 2020). ¿La podremos conservar o el régimen arrasará también con ella? ¿Atravesaremos la fase de ¨blancura¨ de la que habla Le Breton para habilitar la emergencia de ¨otra mo­dalidad de la existencia que se teje en la discreción, la lentitud, la humildad¨ (Le Breton, 2016, p. 187) de este nuevo régimen? ¿O será sólo la ficción la que permita sostener que el sentido no está extinguido sino, temporalmente, suspendido?

Instantánea 4: cartografías

Las calles de mi barrio proletario están silenciosas: el chino me atiende por una ranura, el carnicero pica carne vestido como un extraño astronauta y el kiosquero tiene un tapaboca grueso y enorme que no me permite escuchar lo que dice. Salgo a caminar poco: en barrios sudacas la policía circula en cuarentena, y si te pescan, fuiste. Terrorismo barrial. El estado de miedo es el pretexto para el control social (Amadeo, 2020) que produce un proceso de pasividad profundísima de los movimientos: me doy cuenta de que camino como si alguien sospechara de mí. Las calles de mi ciudad, el único lugar más vital y democrático que me quedaba (Amadeo, 2020), es ya intransitable. Soy una sospechosa entre mis vecinos. La disciplina barrial ordenó a los individuos en el espacio partiendo de un principio de ¨localización por zonas¨ (Foucault, 2003, p. 85): estamos todos diseminados, ordenadamente, en el espacio intradoméstico que incluso articula dosis de micro-encierro: nos cruzamos en los pasillos ínfimos de la casa con destino al lugar donde nos asentamos para hacer gimnasia, trabajar, comer o dormir. Grandes encierros en pocos metros cuadrados.

“Si esto no es una locura José decime qué es” le pregunto por whatsapp a mi amigo antropólogo mientras sobrevuela un helicóptero mi casa y me miran desde arriba, quién me mira no sé, pero me siento espiada a pesar de que hay techo: es una situación de desnudez. El nene llora: dice que quiere salir a andar en bici y no puede. Impotencia social, familiar y sexual porque entre tanto virus hasta los fluidos personales infunden miedo. Toda la lívido que tenía se retiró de mi cuerpo para posarse sobre el mundo tecnológico: como no veo a nadie, no estoy, entonces me conecto y estoy: ¨la televisión, internet, los chats y los foros, o el teléfono móvil son formas de estar sin estar y de liberarse de una relación con solo apagar la pantalla¨ (Le Breton, 2016: p. 13-14).

Instantánea 5: dispositivos

El covid dinamizó una nueva tecnología de control: padezco lo que padecen varios, preguntas. La biotécnica del alcohol en gel me está destruyendo las manos y la lejía, segundo componente de la cadena que repele el mal, está matando a mi marido que es alérgico. Este negocio organizado, pergeñado en función de la conservación de la salud, me lleva a pensar en que los únicos que tienen en sus manos la salvación son los médicos: esta es la fase biopolítica de las cosas (Zizek, 2020); ya no hay gobernantes, hay médicos, ya no hay gobierno, ni ideología, hay evidencias y experimentos. Ya no hay políticas, hay geles, barbijos, vacunas, guantes lo cual no es sino la evidencia del surgimiento de ¨una anatomía política del detalle¨ o ¨disciplina de lo minúsculo¨ (Foucault, 2003, p. 83) en la medida en que se trata de ¨pequeños ardides dotados de un gran poder de difusión, acondicionamientos sutiles, de apariencia inocente, pero en extremo sospechosos, dispositivos que obedecen a inconfesables economías, o que persiguen coerciones¨ (Foucault, 2003, p. 84).

Cuento las galletas que comemos y las de mi hijo también: no me importa que sea niño, debe restringir su ingesta; faltan cosas en el supermercado y quiero estirar lo más que pueda la compra que hice hace unos días porque la inflación nos come vivos: en Sudamérica que los precios se disparen es moneda corriente. El padre me dice que afloje las restricciones, pero yo soy así: otro vector de la biotécnica es la dosificación, como un cuentagotas, reparto el beneficio. Abro la casa, ventilo y limpio todos los días: que corra aire para espantar al bicho que acecha; tengo a todos fregando un rato y sólo me falta limpiar con lavandina (lejía) las patas a los perros, crearles una eruptiva y no poder ir al veterinario porque está cerrado su local. Eso no sería impedimento, mi veterinario, un judío agradabilísimo, vendría a domicilio. Miro el celular a cada rato mientras disparo al aire una solución de 70% alcohol y 30% agua: no confío ni en mis propias manos; espero la clase de yoga que llega al whatsapp así como los enlaces para que siga clases de zumba, bachata y cha-cha-chá. Los ritmos sudacas me encantan.

Instantánea 6: tercera edad

Mi vieja está lejos, como a 400 km de mi casa, tiene 65 años y está sola. Yo acá con chat, teléfono y videollamada: temo por ella porque es paciente de riesgo; ella está como si nada: quieta, encerrada, tejiendo, con su patio y sus plantas y ya está; dice que tiene comida y va al supermercado el día que hay descuentos para jubilados porque incluso, abren más temprano y sólo hay viejos adentro. Eso me resulta desagradable: un campo de concentración gerontomáquico (Amadeo, 2020); reunimos a los más vulnerables en el mismo lugar a la misma hora. Ellos concentran el déficit inmunológico. El capital no para. Lo que me pregunto sobre este virus tiene que ver con esta debilidad que tiene por los adultos mayores: se ensañó con nuestros viejos y su memoria, porque, todos sabemos que en los viejos está parte grande del acervo de recuerdos que guarda una comunidad. Me llama la atención esto de abolir al viejo y que con él muera un segmento de lo decible (en otro contexto, Martínez y Meléndez, 2020). Más me llama la atención que ahora nos ocupemos de él. Acá, en este confín latinoamericano, nunca lo hicimos.

Instantánea 7: doble amenaza, el dengue

No nos olvidemos del dengue: esta parte sudaca del mundo tiene instalados algunos riesgos. En Bolivia hay cólera, tuberculosis y cáncer, y la gente ya tiene dinamizadas sus prácticas para enfrentarlo (Amadeo, 2020); en relación con el dengue, zika y chikungunya, en mi ciudad es bastante nueva su objetivación como enfermedad porque, que yo recuerde, casos graves por picaduras hubo siempre y muertes, también. Limpio floreros todos los días, pongo repelente a mi familia a tal punto que estornudamos al unísono, pero bueno, me propongo frenar alguna de todas las amenazas que me rodean. Todo en jaque: el control del cuerpo controlado (doble control, control exponencial), el control de la mente virtualizada y un dispositivo perverso que me manda a guardar entre las paredes de mi casa, mis propios muros, para que los límites se hagan patentes, para que mi libertad se erosione poco a poco. Y el dengue, que, si le presto más atención, me obligaría a un doble encierro: no asomar la nariz ni al patio.

Instantánea 8: soma doméstico

Me levanté un día y pregunté: ¿qué día es? Mi compañero, muy atinado, respondió: sábado. Me doy cuenta de que perdí, de a poco, la noción de los días. Soy extranjera en las coordenadas del tiempo. Tuve un rapto de conciencia mientras miraba en el patio a mis perros: la tecnología de control de los cuerpos es un imperativo que me está carcomiendo. Pienso y repienso a Goffman (1972) mientras tomo mate al sol. Miro a lo lejos, que no es tan lejos pues lo que miro es la tapia rota de mi vecina: ella, Mónica, me fue a comprar cebollas porque como salía, economizamos riesgos y nos abastecemos, solidariamente de bienes perecederos. Dejo que todo siga su curso porque el camino a la locura es inminente: no pienso en otra cosa que en mi umbral inmunológico y en no perder la conexión de internet. Estoy casi habituada a mi propio confinamiento. Quiero retomar las riendas de mi subjetividad para no sentirme una extranjera en mí misma. Me pongo un youtube para hacer gimnasia y sentir que el envase aún es mío.

Hoy, domingo 22 de marzo, me di cuenta de que tenía el cuerpo más poseído que nunca: me sentía hinchada y entumecida; tomé coraje y a media tarde, hice gimnasia. Nunca le había dado tanta importancia a mi patio y sus dimensiones, el verdor de mi césped y el buen clima que aún hace. Me vi repitiendo ejercicios mientras el endurecimiento cedía. Me preguntaba por los que no tienen espacio para andar: ¿cómo serían sus monotonías espaciales? ¿Cómo se habitará el espacio habitual ahora coronado de incertidumbres, miedos e información negativa? Me ronda en la cabeza el tema de la habitabilidad del espacio interno y del externo porque mi registro no es apacible, se herrumbra, se oxida con el correr de los días. Me siento ajena en mi propio cuerpo habitado de redes, mensajes, elucidaciones esotéricas y tareas de escuela y universidad. Concibo la posibilidad de repatriar mi yo y traerlo hacia acá, hacia este momento exacto en que escribo y pongo letra a este proceso en que transito; hago del acto de nombrar un sortilegio que me permita exorcizar esta ¨política de las coerciones que constituyen un trabajo sobre el cuerpo, una manipulación calculada de sus elementos, de sus gestos, de sus comportamientos¨ (Foucault, 2003, p. 83), en definitiva, quiero objetivar esta anatomía política que obliga a los cuerpos a disciplinarse.

Me pregunto por los modos en que mi mente ha sido colonizada estos días y me asusta pensar que esto puede seguir. Si es así, ¿cuáles serán mis atajos? ¿cuáles las bienvenidas que pueda dar y a quién? Soy huésped psíquico (Berardi, 2020) de un mecanismo de apropiación de la subjetividad que idearon otros.

Qué podemos saber

Retratados en nuestra cotidianidad, forzada y llena de temores, los medios de comunicación lanzan mensajes constantes sobre cómo combatir el miedo que ellos mismos construyen, porque el lenguaje ha sido claramente el de una guerra que nos ubica en el centro de una escena que es el blanco perfecto para el francotirador. Y entonces todo es una experiencia única, pero también una tecnología de estar encerrados, de ser disciplinados y vivir todo control como una píldora prescripta médicamente para hacer habitable la realidad. Todos los medios contaban una y otra vez la misma historia: “la gente está encerrada, pero no está sola, estamos con ellos”. El mensaje “quédate en casa” se convirtió en una idea que permitía salvar vidas, no porque daba con esa regla de oro de lo social que dice que, es compartiendo como nos contaminamos, sino porque apela a la idea de que hay una casa que está siendo guardada. Peor, ni todo el mundo tenía casa, ni la casa era la misma en todos los casos e incluso el colmo de toda espectacularidad está en las recomendaciones de los famosos que desde sus mansiones nos decían que nos resguardáramos, o en las imágenes que de manera infinita corrían por las redes social en forma de chistes, memes y mensajes cortos donde sin pudor se enseñaba la nada del cotidiano. Píldoras de realidad, instantáneas de verdades parciales.

De alguna manera este encierro nos plantea un montón de preguntas con respecto a la vida anormal (sin norma) que vivíamos antes de que ocurriera todo esto. Nuestras relaciones, formas de consumo y toma de decisiones, y cómo no, el normal funcionamiento de las instituciones tradicionales, que de alguna manera han mostrado su trasfondo ideológico, cuando no directamente su inutilidad. Pensaba, por ejemplo, en el fútbol ­aunque perfectamente podría ser el automóvil como espacio total de la veneración del capitalismo contemporáneo-, como espectáculo de masas, ahora relevado como memoria de un pasado casi lejano; y claro que volverá, pero sólo como un espejismo de lo inútil que son ciertas verdades cuando se han apropiado de la realidad para hacerlas puramente un espectáculo. Y, sobre todo esto, la escuela, indiscutible realidad que nos ha revelado que es sólo un espacio disciplinar, muy alejado de los contenidos educativos y culturales. Hacemos con los niños dictados y tareas de educación básica que sólo sirven para posicionarnos en el centro de la vida familiar y doméstica. Es evidente que el encierro pone a prueba las dimensiones de cuáles son los espacios de una casa, así como los tiempos y cómo, en cierta medida, se contraponen las ideas del imaginario familiar con la realidad de la convivencia en un espacio común de diferentes personalidades, edades y formas de afrontar el mundo. Nunca tanto como ahora la propuesta de Michel Serres (2012), en Pulgarcita, de que es el momento para que los jóvenes se inventen el mundo, las instituciones y las formas de relación.

En efecto, bajo la apariencia de una responsabilidad ciudadana se encuentra un estado de opresión social, moralizante y policial. El campo social (Bourdieu y Wacquant, 1995) de este encierro es una de acción claramente policial y de estructuración de una política del control y el gobierno de los cuerpos. Por eso mismo cuando mis vecinos hacen una fiesta a mí me molesta, es obvio que opera en mí la idea de asumir un estado de control, el campo de acción es la subjetividad, lo tengo claro, el encierro genera una subjetividad delegada de los intereses del Estado y su estructura postcapitalista. Clave de todo esto es el planteamiento de Cornelius Castoriadis en la medida en que la disputa, la autonomía y el dilucidar pierden sentido en el encierro. La puja por una sociedad civil autónoma y participante se deja de lado por la urgencia, y los estados de felicidad se tornan algo extraños, pues ya no responden al alejamiento del trabajo sino a la falsedad de que hay algo fuera de él:

Partout dans le monde les ouvriers attendent impatiemment toute la semaine que le dimanche arrive. Ils sentent le besoin impérieux d’échapper à l’esclavage physique et mental de la semaine de travail. Ils attendent avec impatience le moment où ils seront maîtres de leur temps. Et ils découvrent que la société capitaliste s’impose à eux-mêmes pendant ces moments (Castoriadis, 2013) 1 .

De hecho, la idea de limitación se convierte en la trampa de la posible liberación, se nos dice que se nos está salvando de algo y se nos encierra en una pedagogía. Hay una clausura, una (auto)limitación que nos tendría que animar, pero cede en el intento. Parafraseando al propio Castoriadis hemos entrado en una época de ausencia de límites en todos los aspectos, y es por esto que sentimos el deseo de infinitud. Esta liberación es, en un sentido, una gran conquista. Hay que aprender a ponerse maneras de cuidado, individual y colectivamente. La sociedad capitalista es una sociedad que corre hacia el abismo, desde todos los puntos de vista, porque no es capaz de autolimitarse (Santos, 2020). Y esto es importante ponerlo en la agenda política, porque en el encierro no nos limitamos, por el contrario, nos extralimitamos con los demás, con lo social, realizamos el espacio frente a la ética de lo común: ahora un virus que mata, pero abusando del sistema sanitario y sin parar de comprar en las grandes plataformas virtuales de distribución. Y esto es parte de lo que me molesta de la fiesta de al lado, que no se está pensando su encierro como algo que tiene que habilitar el límite, sino que, por el contrario, lo que hacen se presenta más bien como expansión de su familia, su amistad, su festividad como consumo. En este encierro hay claramente una idea de enfrentamiento, de ataque a la cotidianidad que no termina por encajar, estar en casa e informarse de lo que ocurre fuera no nos permite abordar un ritmo. Pero es que a lo mejor la casa y lo cotidiano eran un enorme mito que operaba en la misma medida que lo hacía el amor romántico para ciertas partes del conjunto social. Pensábamos en lo cotidiano sin darnos cuenta de que no era sino un enorme decorado en el que nos planteaban la idea de mercado.

El Régimen de movilidad ha generado, también, nuevas e intensas formas de lo que podríamos llamar el postureo, el dejarse ver de alguna manera en una pose fabricada y virtual de una verdad que no es del todo cierta (Investigación & Corona, 2020). El postureo es la nueva dimensión personal/social que permite la vida en el encierro del covid. Como la experiencia es universal sólo queda contarla desde un punto de vista exagerado y valorativo. Y ahí está toda la población jugando a ser panadero, a recuperar las lentejas de mamá y ordenando el cuarto en un higienismo de manual del siglo XIX. Al ver la realidad desde un punto de vista del espectáculo, el encierro se convierte en el probador de ropa de los grandes almacenes, probamos una y otra vez una serie de elementos que observamos en el espejo de una realidad única y parcial.

Esta pandemia es polisémica, como todo fenómeno de sanidad social -la enfermedad y su metáfora-, de evidencia médica (Elbe et al., 2013, Leach et al., 2010, Vázquez y Cambero, 2020); también podemos llamarla neocolonización: todos estamos recibiendo las mismas directrices sobre qué consumir (no todos los alimentos están disponibles), dónde comprar (hay tiendas que están cerradas), a qué hospital ir (algunos ya no tienen atención al público por dolencias que no sean el coronavirus), cuánto encontrarnos con el otro (zoom propone sólo 40 minutos), etc. Disponemos de un universo restringido de posibilidades que están, incluso, dosificadas. Sin duda que las señales están por todas partes, como revela el mecanismo de neoconquista (Ulloa, 2017), que se muestra cuando advertimos que se nos dicta quiénes han podido trabajar y quiénes no, quiénes aislarse y quiénes no, quiénes gozaron de asistencia social y quiénes no, quiénes tienen mascarilla de una manera o de otra, incluso quienes no se la ponen, e incluso, qué recordar y qué olvidar (Yerushalmi, Loraux, Mommsen, Milner, & Vattimo, 2006). La lista podría seguir. Por eso hay que registrar esta neocolonización como un perfeccionamiento al nivel de sus dispositivos: esta es una nueva versión del extractivismo capitalista que propone abastecerse de la energía vital de todos en detrimento del diálogo, la puesta en común, la construcción de la disidencia

Las interdicciones que nos deja el covid son la imposibilidad del encuentro con la alteridad y la prohibición de la enunciación colectiva (Bourdieu, 1985), de hecho, no hay palabra alternativa en circulación. Lo que está vetado es el dialogismo: la posibilidad de decir con otro como único atajo hacia la resiliencia. Ese es el verdadero ¨acontecimiento¨ (Badiou, 1999) entendido como disrupción de lo dado, como grieta y rajadura de los modos establecidos del vivir y hacer de los sujetos, lo que hemos acordado en nombrar, tácitamente, como nueva normalidad. Hemos sido movidos como sociedad a un encierro que pospone la vida en un mundo donde la verdad y la realidad se desvinculan, la política ya no es el arte de gobernar, sino el hecho de establecer la aplicación del obedecer. Estar encerrados es también la posibilidad de conocer otra naturaleza, ya que no sólo vivimos bajo la idea de lo artificial, donde los animales y las plantas se convierten en algo lejano y distante, algo que no tiene un correlato en lo real sino en una imagen, en una opción en nuestra vida subsumida al espectáculo de internet. Y así podemos decir que este Régimen de confinamiento nos ha enseñado a todos algo: somos puramente artificiales, por eso lo único que nos puede redimir del encierro es un destino colectivo donde la verdad se negocie de nuevo.

Referencias